Diversas reflexiones

Madres e hijas, una relación difícil pero maravillosa

2 febrero, 2017

Madres e hijas, una relación difícil pero maravillosa.

Sabido es que el amor incondicional forma parte de la ecuación y lo hará hasta el fin de los días.

Pero ¿por qué dos personas que se aman pueden tener tantos conflictos?

Las mujeres somos bastante complicadas (no es ninguna novedad), pero las relaciones entre mujeres además pueden ser maravillosas y terribles a la vez.

Se ha escrito mucho sobre el tema a lo largo de los años y por más que la ciencia ha intentado, no ha conseguido descifrar con exactitud las inconsistencias en las relaciones entre mujeres. Mucho menos entre madres e hijas.

Sabido es que el amor incondicional forma parte de la ecuación y lo hará hasta el fin de los días, lo complicado es tratar de entender por qué dos personas que se aman tienen tantos conflictos diferentes sin dejar de hacerlo.
Cuando las niñas son pequeñas, comienzan a competir con las madres por el amor de papá, y ese síntoma juguetón es el inicio de un sinfín de competencias que se disputarán hasta que se conviertan en madres y sus hijas compitan con ellas. ¿Qué pasa cuando las madres salen a competir con sus hijas, tratando de emularlas?
No es imposible ver por la calle un par de jóvenes caminando a la par y comportándose de la misma manera, vistiendo similar, y usando casi los mismos accesorios. No es de extrañarse que las jóvenes se muevan en grupos, lo extraño es encontrar entre ellas a una adulta tratando de parecerse a su hija.
Ésta es una de las quejas más frecuentes entre las adolescentes y también uno de los ejes de los conflictos entre madres e hijas adolescentes.
Algunas madres experimentan la necesidad de sentirse casi tan jóvenes como sus hijas y comienzan a vestirse y comportarse como si fueran una amiga más de sus hijas. Comparten ropa, gustos musicales y cortes de cabello. Y se sienten como “amigas”
¿Hasta dónde es sana esta competencia? ¿Cuál es el límite aceptable en este tipo de “amistad” con nuestros hijos?
Cierto es que llegada la adolescencia, los hijos tratan de despegar de la mirada de sus padres y que, nosotros como padres, intensificamos la vigilancia por “seguridad”.
Cierto es también que no queremos dejar de compartir con ellos y tratamos de resistir el impulso adolescente de alejarnos de sus círculos más íntimos. Algunas veces sentimos la necesidad de involucrarnos en sus actividades y otras nos mimetizamos para parecernos a ellos, como si al hacerlo ganáramos su confianza.
Los extremos siempre son malos, estar muy cerca o muy involucrados no es bueno pero ignorar todo lo que les pasa tampoco lo es. Hallar la medida exacta es un trabajo arduo y mantener una fluida comunicación es la respuesta a casi todos los interrogantes. Consultar a nuestras hijas sobre sus preferencias y establecer parámetros flexibles hace las relaciones mucho más transitables, sobre todo en una etapa de la vida en que las nuevas jóvenes de la casa están en la búsqueda de sus propios horizontes.
Seamos madres, estemos siempre a mano, pidamos permiso, y no nos autoinvitemos a sus reuniones y probablemente ellas nos incluyan en sus actividades sin sentir que invadimos sus espacios de privacidad.

D/A
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