Preocuparse es como una mecedora:
Te da algo que hacer pero no te lleva a ninguna parte.
“Un hombre puso un pequeño restaurante al borde del camino. Como su comida era buena y él era muy alegre todo el que pasaba por ahí se detenía a comer algo.
Con el tiempo su hijo creció y lo mandó a estudiar a la universidad, mientras él continuaba atendiendo su exitoso restaurante atestado de clientes y turistas.
Todo marchaba muy bien hasta que su hijo recién graduado de economista vino a visitarlo y le advirtió: -Viejo, tú vives ajeno a lo que pasa en el mundo, todo está en crisis.
La situación económica del país es cada vez peor, poco a poco tu clientela decaerá y tendrás que cerrar, de modo que como experto en economía te recomiendo que empieces a reducir tus gastos y que no inviertas más hasta que la situación del país mejore.
El padre preocupado hizo caso a su hijo y empezó a recortar gastos. Abría su negocio más tarde y cerraba más temprano, despidió algunos de sus empleados, compró alimentos de inferior calidad, la comida ya no era la de antes, y lo peor de todo fue que perdió su alegría y salud de tanto preocuparse. Sólo hablaba con sus clientes de las malas noticias que veía en la TV que le compró su hijo.
Pronto ahuyentó su clientela, ya nadie entraba a su restaurante y el viejo se lamentaba y decía: ‘¡Qué sabio es mi hijo, todo está en crisis… él tenía toda la razón!’”.
La infelicidad tiene sus padrinos. No hay nada más negativo que los sentimientos de egoísmo, culpabilidad, rigidez, apatía, deslealtad y desconfianza, pero hay uno que nos desgasta mucho más, sobre todo en estos tiempos de cambio e inestabilidad: la preocupación.
Marisol Garrido