UNA TARDE DE OTOÑO
Una tarde de otoño, un hombre llevó a su padre a su cafetería favorita. El padre, ya en sus años de vejez, caminaba lentamente, apoyado en un bastón. La caminata hacia la mesa fue lenta, cada paso requería un esfuerzo notable.
El padre, en su fragilidad, derramó un poco de café al intentar levantar la taza, y su mano temblorosa dejó caer una galleta al suelo.
Algunos de los clientes de la cafetería observaban con una mezcla de compasión y crítica, murmurando entre sí, pero el hijo se mantuvo sereno, con una sonrisa calmada en su rostro.
Después de un rato, el hijo tomó la servilleta y limpió las manos de su padre con ternura, como si fuera un niño pequeño. Luego, recogió la galleta caída y fue a pedir otra, asegurándose de que estuviera blanda para que su padre pudiera comerla sin dificultad. Acarició la mano del anciano y le dijo en voz baja:
—Papá, siempre me enseñaste a cuidar los pequeños detalles. Hoy, te devuelvo un poco de lo mucho que me has dado.
Mientras el padre saboreaba la galleta, una mujer que había estado observándolos se acercó y le dijo al hijo:
—Disculpa, creo que olvidaste algo en la barra.
El hijo, sorprendido, respondió:
—No, no he olvidado nada.
Entonces la mujer sonrió con calidez y le dijo:
—Sí, dejaste algo. Dejaste una lección de amor y paciencia que nos has enseñado a todos.
La cafetería entera pareció detenerse en un instante de silencio reflexivo.
No hay mayor gratitud que devolver, con ternura y paciencia, el amor que nos fue dado en los años de nuestra infancia. Nuestros padres, que nos enseñaron a vivir con integridad y nos protegieron con todo su ser, merecen lo mejor de nosotros en su tiempo de mayor vulnerabilidad.
Créditos a quien corresponda